El gato de Lalande
Al margen de las estrellas errantes, los llamados planetas, la esfera de las estrellas “fijas” de nuestros antiguos aparece ante nosotros como todo un juego de puntos luminosos de mayor o menor magnitud. De ahí a jugar a “unir los puntos” va poco trecho. Y, así, prácticamente todas las culturas humanas han dejado huella en el cielo en forma de juegos de palabras, agrupando estrellas de forma más o menos caprichosa para crear las constelaciones.
Objetivamente esas formaciones no existen, claro está, porque en realidad se podrían agrupar como a uno le viniera en gana, pero a modo de referencia en el marco celeste han quedado fijadas unas cuantas desde tiempo inmemorial, al menos en occidente. Las constelaciones zodiacales ven pasar entre ellas al sol y los planetas, siendo muchas de ellas recuerdo de antiguos mitos nacidos a orillas del Mediterráneo.
Cuando occidente descubrió los mares del sur y apareció el novísimo cielo austral ante los cartógrafos celestes europeos, se abrió todo un nuevo mundo de posibilidades (la configuración oficial de constelaciones actual fue fijada por la Unión Astronómica Internacional allá por 1930). Allí, al sur, existía la posibilidad de crear nuevas constelaciones que podrían pasar a formar parte de los mapas, una nueva tradición que marinos y exploradores disfrutarían durante siglos.
Lo malo es que el cielo austral se llenó de rarezas como las constelaciones de la “máquina neumática” o la del “microscopio“.
Repasando los significados de los nombres de las 88 constelaciones canónicas, vemos que aparecen bichos de todo tipo, reales o imaginarios. Ahí están los zorros, peces, osos, serpientes, escorpiones, perros, pavos, conejos, leones, lobos, linces, cuervos, cisnes, palomas, jirafas, águilas, aves del paraíso, lagartos y hasta unicornios y pegasos. Es todo un zoológico, pero falta un animalejo, mi favorito, que no aparece en los cielos. Se trata de los gatos domésticos.
Para remediar tal omisión imperdonable, aparece en escena el célebre astrónomo francés Joseph Lalande. Aunque era abogado, estudió con pasión astronomía hasta llegar a convertirse en uno de los más grandes sabios del cielo de toda la historia. El caso es que, después de décadas dedicado a la astronomía y tras haber llegado a las más altas cimas de ese campo del saber, a Lalande se le ocurrió que, siendo los gatos sus animales favoritos, hacia los que sentía verdadera pasión, la historia le debía un favor. ¿Por qué no proponer la existencia de una nueva constelación llamada Felis (gato en latín) que remediara tan terrible omisión celeste?
Por desgracia, nuestros gatos domésticos siguen sin tener constelación propia, pues en la conformación actual de las constelaciones no se acogió con agrado la idea de Lalande. Sólo en algunos mapas celestes del siglo XIX, como los de Angelo Secchi o los de Johann Bode, aparece la constelación Felis. Mientras tanto, los gatos siguen mirando al cielo esperando obtener una parcela que lleve su nombre a las alturas junto con el resto de fauna celeste. Por cierto, ¿por qué no hay constelaciones con nombres vegetales? Grave olvido que da para pensar.
Fuente de la imagen: Richard W. Pogge.
Geo, por alpoma
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